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Pablo Cruz Uriarte Participante en el I Premio Cabral de Literatura

 
Autor: Pablo Cruz Uriarte
05/05/2011
Relato a concurso en el I Premio Cabral de Literatura
UN AMOR IMPOSIBLE

E

se día me desperté temprano. Leí unas páginas del libro de los Proverbios y me desperecé estirándome mientras mis huesos tronaban sin dolor. Observé el par de chinelas de gancho ubicadas en la orilla de mi cama y un bostezo cubrió el silencio de la madrugada cuando mi perro resopló al otro lado de la verja. Había en la casa un garaje utilizado para guardar el automóvil y cuyo espacio compartía con mi mascota de más de ocho años de edad.

En el televisor al otro lado del biombo podía escuchar una película en inglés cortesía de mi vecino. Un anciano de más de noventa años que pasaba los días y las noches cambiando cada cinco minutos los canales de televisión a fin de no perderse ni un detalle de cada uno de ellos. Yo me había acostumbrado a tan singular vecino y dormía placenteramente mientras escuchaba las noticias de los bombardeos en Gaza y unos minutos más tarde se filtraban los capítulos de Tila Tequila del canal de música.

Así, ese día en particular, no me resultó novedoso el hecho de poder levantarme, igual que los demás días de la semana colocando mi pie derecho lentamente, deslizándolo hacia la puerta del ropero que estaba también lleno de libros y cuadernos de la universidad. Así, proseguí mi ceremonia con pasmosa parsimonia y escuché los gritos de alegría de Bob Esponja al otro lado del biombo del vecino mientras colocaba la crema dental en el viejo cepillo de dientes.

Tenía esa otra costumbre de cepillarme los dientes tres o cuatro veces al día a pesar de haber escuchado en muchas ocasiones el consejo de mi dentista recomendándome cepillarlos con menos diligencia dado que ya había aparecido un huequillo en uno de los molares a causa del exceso de cepillado que había provocado inequívocamente el gasto irreparable de una parte de la pieza. Pero como la costumbre es tremendamente fuerte, no había razones que me hicieran cambiar de actitud por lo que proseguí con mi tarea frenética de limpiarme los dientes para sentirle “mejor sabor” al desayuno.

Luego de la tradicional cepillada, procedí a girar la llave de la ducha, desde cuyo interior brotaba un torrente más helado que las aguas de la misma Siberia (al menos eso pensaba en el mismísimo momento de la salida irrefrenable del chorro transparente pero debo admitir que nunca he comprobado tal aseveración). El agua discurría por mis dedos con cuyas puntas empapadas tengo la costumbre de remojar la cara, el pelo y las orejas. Así, en realidad es el proceso diario por medio del cual me quito el frío matutino. Pero ese día, era un día de enero como dice la canción de Shakira y el frío debido a las corrientes heladas provenientes del norte eran tremendo. Sentía mi cuerpo un frío espeluznante y a pesar de que ya me había logrado sacar los calentitos calcetines y la camiseta de dormir el chorro de agua fría continuaba saliendo y entonces recordé que la ducha caliente estaba definitivamente dañada a pesar de las múltiples promesas de reparación. Debía apuntar en la pizarra de la cocina y en la lista de notitas de colores del refrigerador esa tarea pendiente. Debía hacerlo. Y entonces ocurrió. Impulsado por una fuerza sobrenatural me impulsé hacia el chorro de agua fría y me sumí de repente en un proceso cuyos estertores eran semejantes únicamente a los de la muerte. Me sentía congelado hasta los huesos y pude comprender lo que significa el morir congelado como Jack,  el personaje de El Titanic. Un sueño cansado y relajado. Como el que había sentido años antes en el frontispicio de la iglesia de Santa Eduviges en el cercano San José de Costa Rica.

En ese momento recordé mi viejo sueño de convertirme en escritor y el sabor indecoroso del jabón me dejó regresar de nuevo a mi situación cotidiana del baño matutino. Salí envuelto en vapores matutinos y apenas y pude ver mi reflejo en el pañoso vidrio del cuartito y mientras me ponía los calcetines y el blue jean, encendí con mi dedo gordo de la mano derecha el radio con las noticias matutinas.

El mundo seguía igual o peor que siempre. Los bombardeos seguían en Gaza y el petróleo subía como consecuencia. Un millonario banquero e inversionista se había suicidado ante el panorama catastrófico de la bajada de los bonos y la crisis financiera y aquí la cosa seguía más o menos igual. Un nuevo día me esperaba. Las promesas de que sería mejor tenían que ser realidad algún día, ¿no? ¿Por qué no podía ser ese día optimista el día de hoy?

La noticia del día era la muerte de Bin Laden y sus barbas alborozadas me salían en todas partes. Mientras almorzaba en el comedor de la universidad los noticieros repetían incesantemente las imágenes del más perseguido de la historia y en la radio las noticias del fútbol se intercalaban hasta el cansancio con las del barbudo muerto. Yo seguía pensando en ella. El recuerdo de sus mejillas ruborizadas mientras le había entregado el regalo de su cumpleaños y la forma en que unos días después me había dicho que lo nuestro no sería. Había recordado cada una de sus palabras hasta que lograr memorizarlas y repetirlas como las oraciones del rosario que repiten las viejas beatas del pueblo. Que me quería como un amigo. Que se sentía halagada pero que no. Y todas las otras palabras que articulaban esos adioses interminables que había escuchado de varias candidatas. ¿Quién quiere una amiga cuando lo que necesitas es una compañera de la vida? Esa pregunta me la había repetido hasta el cansancio mientras escuchaba las canciones de Perales en la computadora de la casa y leía por enésima vez los versos de Benedetti.

A la mañana siguiente desperté nuevamente de madrugada envuelto en los sopores del calor de la Managua de mayo días antes de las lluvias. La humedad inacabable y la oscuridad que invadían todo me sobrepasaban los ánimos más optimistas. Había soñado que visitaba una gran librería en el Distrito Federal Mexicano y detrás de los anaqueles la había visto a ella. Andaba con una chaqueta oscura y unos anteojos que nunca le había conocido. Miraba curiosa un libro mío. Mi libro. Y leía la primera página y la dedicatoria. Me preguntaba en el sueño si ella relacionaría las iniciales de su nombre con las iniciales de la persona a la que estaba dedicado el libro. Coincidían a la perfección, gracias a un detalle que había estudiado hasta el cansancio. Eso era un déja vu. Ya antes había soñado que ella lloraba leyendo los poemas que yo le había escrito y cuyos originales habían sido despreciados tan humillantemente por sus manos. Había visto como había tomado mis poemas y mis cuentos dedicados a ella y los había tirado en la basura.

Ese sentimiento había partido lo más profundo de mi ser. Pero ahora cobraba mi venganza sin necesidad de contratar a matones o caza recompensas al estilo de “True Grit”. Mi venganza era verla llorando y recogiendo las gotas salobres disimuladamente mientras miraba el librito. Yo la observaba y una terrible opresión en mi pecho me impedía decir una sola palabra. Escondido detrás de una pila de libros me había sentado en el piso  y la había visto marcharse hacia la caja con el librito en las manos. Unos negros zapatos brillantes se alejaron del pasillo y yo traté de recomponerme de la impresión de verla viendo mi libro. Entonces me desperté. Los sudores se evaporaban desesperados huyendo del sopor del calor de la madrugada de Managua y sintiendo con mis dedos, a tientas, el interruptor de la lámpara que siempre tengo en mi mesita de noche, me levanté buscando mi viejo cepillo de dientes.

Un nuevo día se asomaba con sus primeros brillos al otro lado de las cortinas y la ventana. Había que alistarse para enfrentarlo.

 
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