C uatro años, con cuatro años comenzamos ya a cabalgar en los lomos de los caballos y fueron muchos los que nos llevaron, cabalgando por cerros y cañadas a recorrer paisajes que, a fuerza de ser hermosos parecían de fantasía o quizá, muchos realmente lo fueron.
El primero “Piñón”, un “poni”; generoso regalo de un tío abuelo que, fue mal genio crónico, corcoveador y asustadizo y quién dio con nuestros huesos por tierra, más veces de las que nos gustaría recordar.
La tierna solicitud paterna lo cambió por un caballote pesado, grandote y viejo de solemnidad que bautizamos como “Furia”, cierto es que hoy; visto desde el prisma del recuerdo, suena a ironía cruel, en aquel entonces nos sonaba al nombre perfecto.
Luego vino “Canguil”, blanco y no por ser ese su color natural si no porque, las canas lo invadían, cansina y dócil, casi como adormecida y es que, con sus años, ¡no se podía pedirle más!
Pasaron algunos años arropada por el cansino andar del par de viejos, Furia y Canguil para que llegara “Nubia”; asustadiza, pequeñita y gris, de largas crines y cola. Ella fue la primera en llevarnos a paso rápido, recorriendo cañadas y campos floridos, corriendo rauda y certera entre los árboles del bosque y acompañándonos cada día, cerro arriba o cerro abajo.
Nubia nos regaló a “Polvorín” y “Castañuela”, cada uno con su historia; historias largas, de las que hacemos abstracción, en parte por extensión en parte porque fueron dulces amores que nos quitó la mala suerte.
Y estuvieron también “Bayo” y “Zulay”, cada uno con sus características particulares. Bayo fue un pícaro que hinchaba la panza a la hora de ajustar la cincha por lo que, quien no lo conocía, terminaba en el piso en cuanto se subía porque, soltaba el aire y la montura, simplemente se volteaba.
Zulay hermana de Nubia era alta, fibrosa y de piso firme y rápido. Corría que casi más, volaba que corría y era dócil, buena boca y trato dulce.
Vino luego “Cumandá”, aquella a la que nadie llamó nunca por su nombre, la llamaban “Negra” porque era negra como noche oscura, experta en pararse de manos, dejando bailar el viento su larga crin azabache y mostrando con orgullo la estrella blanca de su frente.
Era hecha de viento y vibración y fue la madre de un nuevo “Furia” y alguno más que no vivió para amansarlo.
Y llegó el rey de los caballos “Abdalá”, un anglo-árabe de pura sangre, más árabe que anglo, el compañero más leal, más cómplice y más amado de todos los equinos que adornaron nuestra niñez y juventud.
Nunca dudó un paso, enfilaba siempre con confianza por donde lo guiábamos, sus ojazos negros relucían cuando escuchaba nuestra voz, restregaba su cabeza en nuestro hombro y con amor infinito se acercaba siempre que nos veía llegar, al potrero donde pacía.
El confiaba ciegamente en la mano que la guiaba y esa mano, lo mandaba con ciega confianza en su amor infinito.
No podía estar quieto, si parábamos; sus manos finas y ágiles comenzaban a moverse sin avanzar, su boca soltaba espuma y comenzaba a bailar y caracolear y es que Abdalá, no fue un caballo; fue la más hermosa fantasía equina que nadie pudiera soñar, castaño con crines y cola negras como ala de cuervo, mirada tierna y una inmensa, inacabable, inagotable capacidad de amar y escuchar.
Una centella que nos transportaba como en volandas por esos cerros que tanto amamos, por esos caminejos camperos donde, ya era imagen familiar esa del caballo veloz, llevando en sus lomos a una chiquilla.
Un descuido, alguien no cerró bien la puerta del potrero y el inquieto “Abdalá” se salió, asustado quizá por los petardos de una fiesta popular cercana, cruzó la carretera con la mala fortuna de encontrarse un autobús en su loca carrera.  El caballo según María Zaldumbide
Terminó con una de su pata posterior cortada casi de cuajo y, amándolo como lo amamos, no pudimos soportar verlo sufrir y con la ayuda de un buen amigo dimos fin a su dolor; al suyo, porque el nuestro… ahora que escribimos esto, vemos que, aún no ha cesado del todo.
Dejamos la finca y partimos a la ciudad y allí en un club, llegó “Jenjis Kan” un castaño de largas patas que aprendió pronto y bien, a saltar y en sus lomos llegó el fin de este largo romance ecuestre; un accidente saltando, nos causó daño en tres discos de la columna y la prohibición de montar a caballo.
¡Y solo teníamos 18!
Soñando con que, el paso del tiempo que, tantos males cura; nos permitiera volver a volar por los campos y caminos, vino “Lady”, pero; no nos fue posible usarla y con ella dijimos adiós a esos años de ensueño en los que, nuestro día iniciaba muy temprano a lomos de un caballo y terminaban cuando, las sombras de la noche comenzaban a cubrir la tierra y los dejábamos en su potrero, cargando en brazos la montura para volver a casa.
Desde ese día, ha corrido mucha agua bajo el puente de la vida pero, los caballos, aún sin poder montarlos, son una pasión, el sueño de tiempos lejanos que, marcaron toda nuestra vida. Ver un caballo es recordar tiempos donde la paz y los sueños marcaban la senda del vivir.
De ahí que, el ver un caballo y sentir que la vida vuelve a ese tiempo es todo uno, es por el recuerdo amado de todos estos caballos que el rejoneo es, una pasión que mueve nuestros recuerdos más íntimos y más amados. |