n los pasados meses he tenido el tremendo orgullo de participar en el Primer Concurso Literario “Facundo Cabral” y con mucha satisfacción, puedo decir que independientemente del resultado del mismo, yo ya soy un ganador.
Para explicar mejor mi eufórico estado de ánimo, debo hacer una reseña que se remonta a los años 80, cuando emprendí mi viaje hacia este hermoso y bendito país, buscando el sueño que todos perseguimos en algún lugar del mundo. Todos los casos son diferentes, pero lo que indudablemente se parece es el resultado final, el haber logrado una superación en algún aspecto de nuestra vida.
Tener que partir de nuestros países de origen, no es nada fácil, considerando todo lo que dejamos atrás, nuestra familia, los amigos de la infancia y compañeros de juego, nuestra tierra, ese lugar adonde nacimos y que tira más que una yunta de bueyes y duele más dejarlo, que cuando nos jalamos un pelo de la nariz, cuando nos vamos alejando de allí, sin saber si algún día volveremos, tratando de ocultar esa lágrima porfiada que se empeña en salir y nos quiere hacer quedar como ”flojos” delante de los demás; la barra futbolera y las polémicas interminables sobre el partido de domingo, el churrasco, el vino tinto de Mendoza y las pastas de mamá; pero lo que más duele de todo, nuestros hijos…que en la mayoría de los casos es imposible traerlos con nosotros, por los peligros que conlleva hacerlo; nuestro arraigo cultural, que debemos cambiar por otro muy distinto y desconocido, si es que queremos encajar en la sociedad de este otro país, que al fin y al cabo e inexorablemente, con el correr del tiempo, se convierte en nuestro nuevo país, nuestro nuevo hogar.
Las interminables horas de angustia y desesperanza, las incontables horas de desvelo y lágrimas pensando en cómo estarán los nuestros…y los niños, ¿estarán bien?... ¿no se habrán enfermado?... ¿cómo andarán en la escuela, me gustaría verlos, han de estar grandes no?...e indudablemente las ganas contenidas de abordar el primer vuelo que salga de regreso a casa.
Mi historia no es distinta a la mayoría de las historias que les sucede a otras personas, solo tiene un detalle que la hace un poco diferente, o al menos para mí lo es.
Entre las personas que dejé atrás, cuando vine a este lugar, estaba mi hermano Pedro, mayor que yo, vivía en otra provincia y con el que no había tenido un lazo muy estrecho de convivencia y amistad desde pequeños, por circunstancias del destino y por obra de nuestra progenitora, que nunca se tomó el tiempo de hacerlo, pero al que yo quería mucho…vaya, como se quiere a todos los hermanos, ¿no?
Cuando llegué y me instalé en esta ciudad, comenzó una nueva vida para mí, pero siempre al pendiente de mis hijos y de mi familia, debido a la distancia, no siempre podemos hacer las cosas como quisiéramos, la distancia torna las cosas más difíciles.
Después de estar instalado, a los pocos meses le escribí a mi hermano Pedro, pero era un poco vago para contestar, así que al tiempo me llegó su contestación.
Lo que más recuerdo de esa carta era donde mi hermano, me decía entre otras cosas importantes, algo que me quedó grabado a fuego en mi mente, lástima que ya no tengo tan apreciada carta. La frase decía así: “Todos los hombres, somos hermanos e hijos de Dios, solamente tenemos un nombre y un apellido distintos, para podernos identificar”
Inmediatamente me vino a la memoria, el último encuentro que tuve con él, en la ciudad de Vicuña Mackenna, provincia de Córdoba, oportunidad en la que conocí a su esposa Norma y a sus hijos, Javier y Gastón, en uno de mis viajes por la Argentina en 1978.
En esa época mi hermano, trabajaba en la policía de esa provincia y le acababan de entregar su casa, en un barrio nuevo, estaba muy contento al igual que yo, por habernos encontrado y sin dudas lamentamos el no haber tenido una relación más estrecha y visitarnos más seguido.
Volviendo a la realidad, también volví a mi trabajo y a seguir esperando carta de mi hermano Pedro, pero esto último, nunca sucedió.
Pasaron los años, y ya no supe más de él ni de su familia, no fue hasta hace poco más de 5 años, que en forma conjunta, con otro hermano, Gabriel, que vive en Roma, nos dedicamos a la búsqueda de Pedro, ayudados enormemente por la tecnología moderna del Internet y los medios de comunicación de los que se dispone hoy.
Preguntamos en muchas instituciones y entidades de gobierno, recurrimos a los amigos de Gabriel, que viven en diferentes lugares de la Argentina, a la policía de Córdoba adonde Pedro trabajaba y en la policía de Tucumán, adonde tuvimos información que había trabajado también, pero nada, no logramos saber su paradero. Fue hasta hace pocos meses que a través de mi prima Elsa Aidé, supe yo, que Pedro había fallecido hace ya varios años.
Amigos lectores, les aseguro que no importa cuánto tiempo hace que un hermano haya muerto, para que a uno se le arrugue el corazón y sienta como si hubiese sido ayer. Lloré la muerte de mi hermano, pero más lloré la desgracia de no haber tenido una comunicación más cercana con él, sin siquiera buscar un responsable, porque quizás el único responsable de que eso sucediera…era yo mismo.
Así llegué a la participación en el Premio Facundo Cabral y en uno de mis relatos participantes, al comienzo del mismo, menciono a mi hermano Pedro.
¿Quién eligió este relato para que fuera publicado?...no lo sé, pero de lo que si estoy seguro es que la mano de Nuestro Señor estuvo involucrada en esta acción, porque al publicarse este relato, fue leído por los hijos de mi hermano Pedro Manuel Rodríguez y se comunicaron conmigo de inmediato, haciendo que una emoción que llego hasta las lágrimas, se apoderara de mi.
¿Qué más puedo pedir del hecho de participar en este vibrante concurso literario? “si ya soy un ganador”.
El solo hecho de haber encontrado a esa parte tan importante de mi familia, me consagra ya como un ganador.
El Señor, sabe cómo y porque hace las cosas, por eso es que hace mucho tiempo dejé de renegar cuando las cosas no salen como yo quiero…El es quien permite que pasen o no las cosas que nos pasan en nuestra vida y este concurso en este caso, ha sido el instrumento que él utilizó, para hacerme un ganador.