C asi todas estas historias de amor llevan un maquillaje para evitar la identificación de las protagonistas. Siempre hay algún pasaje que distorsiona la realidad para evitar suspicacias. Otras veces, cuando los hechos se pierden ya en el tiempo y la distancia, los escribo con absoluta fidelidad como una íntima recreación del pasado que se fue. En esta historia, dolorosa y tierna, ella jamás podrá leerla y sólo queda un testigo que tampoco podrá contárselo. Han pasado veinte años desde que me dijo adiós aquella noche de junio junto al estanque del Retiro, por eso voy a contar con fidelidad lo que me va a costar un poco de pena rescatar de la niebla del recuerdo.
La conocí a la puerta del Patio del Desolladero en una tarde de toros. ¿No te sobrará alguna entrada? La había visto algunas veces en los alrededores de la plaza pero nunca había sentido tan cerca el espectáculo de su lozanía, con esa juventud radiante y sus ojos negros irónicos y altivos, como si tuviera muchos más años de los que aparentaba. Su amiga quedaba siempre en segundo plano porque ella la anulaba aunque fuera más guapa. Así que le di las dos entradas y me fui al tendido sin esperar a los amigos que se las había prometido. El inolvidable Alfonso Navalón
A Teresa le puse un nombre en cuanto salimos dos veces de copas: «Eres como una potranca». Y ella contestaba con una risa cantarina que le hacía temblar todo el cuerpo. Siempre cerca y siempre distante. No había forma de separarla de la amiga. Me buscaba y me evitaba. Coqueteaba hasta el borde del peligro y luego me daba un plante para acabar con los nervios de cualquiera. Desaparecía semanas enteras y de pronto me la encontraba por donde ella sabía que podía verme. Me llamaba al periódico de madrugada para llenarme de insultos por lo que había escrito sobre Curro Romero que era su torero favorito y luego decía tres lindezas para engatusarme. Aquello era el cuento de nunca acabar. Pero ella sabía muy bien la fuerza de su atractivo y le gustaba jugar. Ni siquiera se dejaba acompañar a casa porque cuando llegan las situaciones de compromiso siempre aparecía su amiga, aquella espléndida rubia con cara de mosquita muerta que estropeaba el pasodoble. Sólo en las tardes de toros, cuando cambiaba mis entradas y nos íbamos a una delantera de grada, o cuando fuimos a Aranjuez se hacía la distraída y me dejaba ponerle la mano en el muslo mientras discutía aquel quiebro de Miguelín o los naturales de Camino: «Este Camino es un listillo como tú, se aprovecha del toro. ¡Haz el favor de quitarme la mano o me voy ahora mismo!»
Y como sabía que era capaz tenía que retirarme hasta que al toro siguiente volvía a hacerse la loca dejándome acariciar la espléndida dureza de sus piernas. «Eres como una potranca, tan pronto galopas como te frenas en seco...». Sabía que los toreros nuevos andaban locos detrás de ella. Pero todos decían lo mismo: «No tiene lidia, es más peligrosa que un toro de las capeas». Por aquel entonces conocí a un novillerete que toreaba muy poco en las plazas y mucho en el Sindicato. Era discreto y amable, se llamaba Enrique Martín Arranz, y ahora es millonario apoderando a una figura. «¡Teresa me habla mucho de ti porque somos vecinos! ¡La tienes loca pero ya sabes lo rara que es!». Supe que vivía en una casa antigua de la calle Batalla del Salado, junto a los hermanos Lozano y como no podía llamarla por teléfono, Enrique fue mi confidente para quedar o darle recados. Pero Teresa seguía siendo 'La Potranca' y no había forma de meterla en doma.
Una noche cuando ya me iba después de acabar la crónica sonó el teléfono: «Estoy en el bar de en frente del periódico y esta noche vamos a ir donde tú quieras». Cenamos en un mesón de la calle Huertas y como el juego prometía subí a pedirle el coche a Ángel Luis de la Calle que esa noche se quedaba de cierre. Nos fuimos al Retiro para ganar tiempo y allí conocí a la Teresa que llevaba soñando tanto tiempo. Entregada y ardiente, una mujer que había roto amarras como si de pronto quisiera recuperar el tiempo perdido. Agotados de placer ella empezó a vestirse despacio y de pronto se echó a llorar: «Quería despedirme de ti y saber lo que es estar con un hombre. No intentes buscarme porque no volveré a verte jamás». Pero como estaba ya acostumbrado a sus locuras no me lo tomé demasiado en serio. Días después me encontré a Enrique y me llamó aparte con cara de preocupación: «Ya sabes que Teresa se fue de monja de clausura a un convento de Toledo. Hace mucho tiempo que lo tenía metido en la cabeza pero nadie le hacíamos caso». Teresa se fue al convento a la mañana siguiente de nuestro encuentro y aquel último galope sublime y heroico de 'La Potranca' me dejó un nudo de tristeza. Compré una tarjeta en color de la Purísima de Murillo y se la mandé al convento: «¡Que Dios te lo pague hermana!». Y no volví a saber nada de ella. |