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Autor: LINDA D'AMBROSIO
25/06/2018
A MAMÁ CATICA

V

a mi recuerdo, hoy, hacia mi nana. Mi testimonio de gratitud y de afecto. Y valgan de advertencia estas líneas para tomar previsiones que dejen protegidos a nuestros mayores 

Se llamaba Catalina. En otras casas se llamaba Cruz, Clarita o América. En las Memorias de Mamá Blanca, se llamaba Evelyn. Eran aquellas mujeres fantásticas que, injertadas a la familia, marcaron nuestras vidas, guiaron nuestros pasos, nos dieron seguridad y colmaron nuestros afectos. 

“Además de Papá y de Mamá, había Evelyn, una mulata inglesa de la isla de Trinidad, quien nos bañaba, cosía nuestra ropa, nos regañaba en un español sin artículos y aparecía desde por la mañana muy arreglada con su corsé, su blusa planchada, su delantal y su cinturón de cuero (…)

Era bastante frecuente que Mamá levantara los ojos al cielo y exclamara dulce e intensamente en tono de patética acción de gracias y cantando muchísimo las palabras, cosa que era en ella forma habitual e invariable de expresar sus pensamientos: ¡Evelyn es mi tranquilidad! ¡Qué sería de mi sin ella!” contaba la Mamá Blanca de Teresa de la Parra. 

El caso es que la tranquilidad de muchos ha reposado sobre los hombros de esas personas que suplían las carencias que dejaban las madres, desbordadas por las infinitas obligaciones domésticas, laborales o sociales, en tiempos en que no había hornos de microondas, lavadoras automáticas, pañales desechables ni ollas antiadherentes. Multitud de mujeres han estabilizado el precario equilibrio de los hogares en virtud ya del parentesco, ya de alguna relación laboral que se extendía a través de los años, muchas veces soslayando la propia vida. 

La película brasileña Una segunda madre, de Anna Muylaert, hace referencia con claridad a este fenómeno. 

Catalina entró a trabajar en mí casa siendo yo muy pequeña, y la vi por última vez 29 años más tarde, el día que salí de Venezuela: 8 de septiembre de 1999. Ignoraba entonces que no volvería a verla nunca. 

Mi viaje estaba supuesto a durar unos pocos meses, los trámites burocráticos entorpecían la posibilidad de que nos acompañara durante la breve estancia en Madrid. Catalina se trasladó a la casa de una de mis tías hasta que, pocos meses después, regresó por fin a su ciudad, con su familia. 

El número de teléfono de un bar próximo a su casa, en Cartagena de Indias, era el frágil vínculo que me mantenía unida a ella. Hasta un día en que el número dejó de contestar. 
Sobrevinieron años de búsqueda, con menos recursos que ahora. Ella había sido testigo de la presentación de varios de mis hijos, y en las actas constaba su número de cédula. ¿Cómo utilizar ese dato? En vano fueron llamadas e investigaciones. Me atormentaba la idea de no poder velar por ella a través de la distancia. 

Un día, una amiga común me localizó a través de Facebook, y por su intermediación logré finalmente retomar el contacto con algunas de sus hijas. 

La señora Catalina, como la llamaban cuantos visitaban la casa, profesándole respeto y admiración tras años de convivencia, o simplemente Mamá Catica, como la llamaban los nietos propios y ajenos, murió sin saber que yo la estaba buscando. 

Pero se cierra el círculo: desde hace algunos días, a mi lado, tengo cerca de mí, en Madrid, a su nieta… 

Como sujeta un cordel a la cometa que se eleva, así me sujetó a mí a la realidad Cata durante años. Era ella la que bregaba desde la madrugada para llegar a trabajar, sorteando las colas del autobús y el caos, y quien fungió de modelo y estímulo para que me sobrepusiera a mi condición de princesa del guisante. 

Va mi recuerdo, hoy, hacia mi nana, igual que todos los días. Mi testimonio de gratitud y de afecto. Y valgan de advertencia estas líneas para tomar previsiones que dejen protegidos y blindados a nuestros mayores, como debe de ser.  

 
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