H abía llegado el momento de evaluarme. El Tribunal esperaba. Eran figuras imponentes y serias a quienes yo le fui explicando en había ocupado mi vida.
No estaba nerviosa ni preocupada, siempre viví para los demás, sin egoísmos y ocupándome poco de mí.
Conté cómo había atendido a mi familia haciéndoles todo para que fueran felices, aliviándoles las tareas en un olvido total de mis necesidades.
Aun cuando mi fijos fueron mayores me consultaban sus decisiones y me hacían caso.
Conté cómo me ocupé de mis padres en su ancianidad, llevándolos a los médicos, comprándoles cantidades de remedios y protegiéndolos al máximo.
También evalué mis acciones fuera de mi hogar, mi éxito en el trabajo, donde sin mí nada funcionaba porque fui en extremo detallista y exigente, además de eficaz.
Sabía que el castigo que impondrían sería leve, algunos pecados veniales no merecen demasiada severidad de juicio y podría por fin llegar a Dios.
Había tenido una buena vida, sobre todo en la adultez, cuando empecé a hacer esas obras de bien, a prestar servicio.
En realidad tenía tiempo de más y nadie a mi cargo ya en mi familia.
Pero tenía a los otros, a los enfermitos, a los pobres de la parroquia a quienes les venía bien mi ropa gastada pero limpita y zurcida. Toda gente necesitada a quienes, junto con las cosas que les regalaba, les daba consejos sobre moral, higiene y normas de conducta para que dejaran de vivir en promiscuidad.
De pronto todo se borró: las figuras del Tribunal eran sólo puntos de luz purísima y en un instante, como en una película acelerada, pasaron escenas relacionadas con mi vida que nunca antes había visto:
Mi hijo paralizado emocionalmente y llorando porque no sabía que hacer ante una decisión importante; mis padres aterrorizados en el momento de su muerte; mis compañeros de trabajo humillados por no poder brillar tanto como yo.
Y vi en los ojos de mis protegidos, al recibir la ropa, una infinita necesidad de cariño, que no les di.
Me vi esquivando el gesto de contacto físico, retaceando la caricia, dando dinero cuando hacía falta abrazo. Me vi enjuiciando cuando debía callar, y callando cuando era obligación hablar.
Y entonces tomé conciencia.
Todo estaba tan claro ...
Una voz empezó a resonar en mi interior. ¿ Serían los del Tribunal, sería mi propia voz ?.
Ya has visto tus acciones y también tus omisiones. Cuando vuelvas no intentes se la salvadora, deja que los demás vivan sus propias pruebas.
No te sometas al poder de quienes dependen, ni hagas depender a nadie de ti; sé libre.
Cuídate de la promiscuidad del alma siendo tú misma y no te prostituyas intentando comprar con obras tu salvación: difícilmente encontrarás algo afuera. Todo está dentro de ti.
Ayuda a los ancianos y enfermos a bienmorir, no los apabulles con complicadas técnicas medicinales porque la alquimia de sanación está en su interior.
No confundas orgullo con servicio, no enjuicies las actitudes o costumbres de aquellos a quienes pretendes ayudar y no sientas que porque lo haces, eres distinta o superior.
Quien te necesita está en esa situación porque es más fuerte que tú para resistir esas pruebas. Es tu maestro, te hace el favor de necesitarte, por lo tanto permítele evolucionar y verás que evolucionas con él.
La voz se hizo más tenue pero aún alcancé a escuchar:
Cuando vuelvas a hacer tu propio juicio, atiende bien a la pregunta, porque no te preguntaremos:
¿ Qué has hecho ? .... sino .... ¿ cuánto has amado?. |