N o miento si digo que hay quien habla por mí, que de mi boca salen pensamientos que ni son propios ni pretenden serlo, y que ocasionan, en primer lugar, catarsis, y, posteriormente, misterio. Como un alma poseída, así, por la lengua de otra persona, de un enemigo, de un demonio que quiere privarnos de la libertad y del amor, así vago, luchando contra él y pidiendo perdones y misericordias.
Sucedió hace algunas noches, cuando, por fruto de la casualidad, nos cruzamos en la calle. Fue la última gran fechoría de mi maligno amigo, y bien sé que no será la última, mas es tan grande el desahogo que me propicia escribir y tanta la necesidad de excusarme de antemano porque las apariciones llegan sin avisar, que me he atrevido, en esta noche fría y desangelada, a contároslo.
 Fue en la calle que une la plazuela de Santa María con San Nicolás, en la zona antigua de la ciudad, donde la casa de los Condes del Real. Ella andaba sola, lo que me sorprendió, y yo también, lo que a nadie sorprende. Consecuencia del primer impacto, igualmente sorprendidos y entusiasmados, nuestros rostros fueron reflejo de alegría. Ella era una amiga de siempre a la que hacía mucho que no venía, mas no por ella lejana, sino muy al contrario.
Pasado este primer momento, preguntados por nuestros quehaceres y, además, por nuestras familias, sentí un aldabonazo directo a mi alma y, sin más preámbulo, censuré su desapego y olvido, también aquello que una vez me dijo y ahora ni recuerdo, y negué tanto bien recibido por su gracia y bondad, y descreído de todo lo bueno compartido, solo recordé los momentos amargos y desalentadores. Triste me quedé al ver que ella partía como un rayo de aquel lugar, viendo la sinrazón en la que había entrado, pero más triste me hallé cuando, ya en casa, restablecida la conciencia, vuelto el dominio sobre mis actos y palabras, pude recordar, aun con notable esfuerzo, lo sucedido algún rato antes.
Despreciable, como en el más mísero vacío, y sin nadie a quien recurrir, solo, echado sobre un diván, empecé a llorar, y porque mi corazón no guarda rencor, las lágrimas amé, sabiendo que por ella eran, por quien os presenté como amiga, pero que tiene más de amor, si se me permite ser osado.
Y así es que han pasado ya no sé cuántos días y cuántas noches desde aquélla, más por miedo a que se repita lo ocurrido no he vuelto a salir de mi casa, aunque deseando esté de ello, por verla, solo por verla, y por poder decirle, en mi sano juicio, lo que llevo rogando a Dios desde tiempo atrás. |