U nos lustros más tarde, Sara, como ella misma confesara, por vez primera en su vida, lamentó no haber nacido unos años antes. La cuestión era muy sencilla. En aquellos tiempos, alguien le contó que, en su país, unos años atrás, había existido una dama llamada Eva Duarte que, casada con el general Perón, se ocupaba de los pobres.
Sara no sabía leer pero si tenía sentido de la inteligencia; quizás más desarrollada que todos los niños de su edad, de ahí que, en una de sus visitas a casa de la señora Rosaura, la niña le preguntara por aquella dama que le habían contado.
Tardes enteras, incluso olvidándose de su trabajo, tenían a la niña en vilo escuchando las explicaciones que, al respecto, la señora Rosaura le daba. Los ojitos de Sara brillaban a punto de salirse de sus orbitas, a medida que escuchaba los relatos de tan singular mujer, en las palabras de Rosaura que, por momentos, al hablarle de Eva Duarte, hasta enmudecía de la emoción que dicha dama, su recuerdo, le producía.
Es cierto que, la ayuda de Eva Duarte llegó a todos los confines del país y, de no haber muerto, como le contaba Rosaura a Sara, sus logros, hubieran sido in cuantificables. Si con unos poquitos años fue capaz de hacer felices a miles y miles de argentinos, de no haber muerto con 33 años, nadie sabe hasta donde hubiera llegado el corazón de Eva Duarte para con los suyos.
El razonamiento de la señora Rosaura conmovió a la niña que, con ojos llorosos, lamentaba no poder dirigirse ahora a una persona del talante de aquella mujer que, venida desde la misma sima, supo llegar a la cima y, con ésta, llevarse a los argentinos que, contentos y agradecidos, le aclamaban allí donde se encontrara. Sara quedaba tan embelesada con la historia de Eva Duarte que, todos los días, al llegar a la casa de Rosaura le pedía a la señora que le siguiera contando cosas de Evita, aunque fueran inventadas, como la niña le decía.
La niña, ante las explicaciones de la señora, al respecto de Eva Duarte, quedó tan maravillada que, muchos años después, Sara, a sus hijos, a sus amigos y conocidos, les explica con pura convicción, como si lo hubiera vivido, todo lo que Eva Duarte representó para Argentina.
Es verdad que, tras conocer semejante historia, la niña Sara, sentía verdadera pena por no haber llegado a conocer, en tiempo y espacio, a la irrepetible Eva Duarte que, ni los argentinos ni el mundo, han podido olvidar.
Se desprende, de esta historia que, la madre de Sara no estaba por la labor. Quizás que, la señora, hastiada de muchas cosas, si acaso hasta de vivir, solía refugiarse en el alcohol. Era una forma de olvidar muchas penas; no era el modo lógico pero, para la señora Amanda, al parecer, era su único consuelo.
Haber tenido varios hijos, si acaso de varios hombres, no era motivo de alegría, ni tampoco de consuelo. Lo realmente cierto es que, Amanda, se encontraba en la vida con unos hijos que había parido, que quizás no deseaba pero que, eran seres llenos de vida.
Cierto es que, la infancia de Amanda no daba para alegrías y, mucho menos, en un país en donde, el pan, solía estar muy escaso; y lo estaba mucho más en aquella zona en donde se carecía de los recursos más elementales. Así, de esta manera, creció Sara.
Su modo de vida era el apropiado para que, tanto ella como sus hermanos, a tenor de lo que vivían, hubieran terminado por el camino de la delincuencia. Pero Sara era grande, de corazón y de alma.
Sus sentimientos nada tenían que ver con la de tantos otros niños del barrio que, en parecidas circunstancias, se dedicaban a robar a los viandantes y, en muchos casos, hasta con el asalto de las casas.
En cierta ocasión, otros niños vándalos, al comprobar las virtudes de Sara, pronto le invitaron a que formara parte de la “banda” puesto que, en ella, aquel grupo de niños desalmados veían en Sara a la persona capaz de dirigir las “operaciones” de vandalismo que ellos tramaban.
El mayor del grupo tenía poco más de diez años y, en aquellos momentos, Sara ya contaba con ocho añitos. Pronto, los componentes de aquella banda de niños organizados para tramar el mal, comprendieron que, la negativa de Sara era rotunda; ella, con denodado esfuerzo, desde muy pequeñita, entendía que, aquello que soñaba, todo, debía de ganarlo con su trabajo, por ello, sin pensarlo dos veces, declinaba la “invitación” que aquellos niños le proponían. No en vano, en más de una ocasión, tuvo que sufrir en sus carnes la revancha de aquellos malditos que, como poseídos por el demonio, trataban de vejarla y, ante todo, de robarle todo aquello que Sara había logrado con un esfuerzo admirable.
La actitud de esta niña, una vez más, venía a demostrar que, ser honrado, es el sinónimo de un alto precio que hay que pagar y, mucho más, en su caso que, tentada por aquellos necios, tuvo el valor y la gallardía de negarles sus deseos de ahí que, como se percibe, Sara, desde aquel instante, tenía que luchar por ella y por los suyos y, a su vez, esquivar a la pandilla de mequetrefes que, sin más argumentos que el odio y la revancha, sólo pensaban en la maldad.
Cierto día, cuando Sara caminaba por las calles del pueblo con su carrito repartiendo la leche fresquita del día, el grupo de “disidentes” le atracaron y, en un acto de maldad, le tiraron el cántaro de la leche por los suelos y, por ende, todo su negocio del día, algo que, destrozó el corazón de Sara puesto que, aquel acto de cobardía de aquellos niños envenenados por el dolor y el odio, dieron al traste con las ilusiones de la muchachita que, a diario, sabía ganarse el pan con gran orgullo. En su diminuto ser no cabía otra cosa que el llanto, la rabia e impotencia al ver que nada podía hacer para remediar aquel acto vandálico de que había sido víctima.
Ya, en la tarde, estando en la casa de la señora Rosaura y contarle lo sucedido, la dama en cuestión, le hizo entrega del importe del que había sido víctima por haberle derramado aquel cántaro de leche que, ante todo, suponía la gran fuente de ingresos de semejante fecha. |