L a vida de Sara discurría como la de cualquier otro ser humano; ella no escapaba ni de las alegrías ni de los avatares que suele deparar el destino y, a éstos últimos, cuando se presentan, los sabe sobrellevar con la misma entereza con la que se desenvuelve todos los días de su existencia. Y ahora, era el turno de un percance, que de un instante al otro, la pondría mal y triste. Ella estaba muy ilusionada con el viaje que iba a realizar a Caracas pero, un día antes de partir hacia Venezuela, un lamentable incidente truncaría sus planes, al menos de momento.
Mientras se hallaba con todos los preparativos para el viaje, entró una llamada a su despacho, que le partió el corazón. Su hijo Andrés había tenido un accidente; un auto lo había atropellado y estaba ingresado en un hospital.
¡Vaya fatalidad más indeseada!.
Urgente, Sara se personó en el centro hospitalario; mientras, su corazón se le salía del pecho; no podía creerlo. Aterrada se dirigió a la recepción, preguntando por su hijo. Y todo este temor, era más que lógico. ¿Qué madre no se derrumba si le dicen que su hijo ha tenido un accidente? De repente, como por arte de magia, todos sus idílicos planes se borraron de su mente; ahora, su prioridad, era su hijo. ¿Cómo no serlo? No había nadie que le importara tanto en la vida como Andresito - así lo llamaba ella- y su otro hijo, Alberto. 
Cuando Sara llegó al hospital, los doctores ya habían realizado su trabajo puesto que, habían asistido a Andrés por rotura de tibia y peroné, en una de sus piernas. Y gracias a Dios, la fractura, no había sido expuesta. Testigos presenciales del accidente en plena ciudad, le certificaron la suerte que tuvo el muchacho; un automóvil lo había arrollado dándose a la fuga, mientras él cruzaba correctamente la calzada, por un paso peatonal. Y hablan de suerte, porque el envite que tuvo que soportar, pudo haber tenido consecuencias fatales. El conductor de ese vehículo, dada la imprudencia, como iba conduciendo y como luego se comportó, era evidente que estaba totalmente enajenado.
-¡Ay ... hijito mío! –dijo Sara al verle - ¿Cómo estás mi vida? ¿Te duele mucho?
-Con la pierna rota mamá, pero con la vida intacta. ¡No te preocupes, por favor! –le contestó el muchacho, al tiempo que preparaba su maltrecho cuerpo para el abrazo y los besos, que le daba su madre, con extremada delicadeza y ternura-. He tenido, dentro de todo, mucha suerte. Ese tipo, que me atropelló con el coche, pudo haberme matado.¡Y no fue así, por lo que le doy infinitas gracias a Dios, madrecita! Esta desgracia pudo haberle ocurrido a cualquiera; y hoy me ha tocado a mí; no le demos más vueltas; ahora, mamá, a recuperarme que es lo que necesito. Pero te imploro, por favor que no sufras; me estás viendo; y como ves, estoy entero, sólo ha sido la pierna, o sea que, nada de llantos ni de dolor. Que aún me tienes contigo. ¿Vale?.
-Estoy llorando de la emoción de verte bien, hijito. Sentí un dolor tan profundo, cuando me dieron la noticia; porque no sabía en realidad cómo estabas ni de qué manera había ocurrido el accidente; si, hijo, no te preocupes tú, que yo ahora, ya estoy más tranquila. Voy a pedir unos días de permiso en la empresa para quedarme contigo.
-¡Por Dios, mamá; que estoy bien!. ¿No tenías que marcharte a Venezuela por un tema de trabajo? Siendo así, vete, por favor. No sufras que, como me han dicho los doctores, en un par días me darán el alta hospitalaria y podré recuperarme tranquilo en mi casa; por tanto, madrecita, sigue con tu vida, con tu trabajo, con todas tus responsabilidades.
-No, Andrés. No me marcharé a ningún lado, mientras tú estés en este hospital y yo no tenga la certeza de que vas a seguir bien. Antes que profesional, soy madre y, como comprenderás, un hijo es más importante que todo en la vida. Cuestión de prioridades, mi cielo. El día que seas padre lo entenderás todo.
Sara se quedó más tranquila cuando comprobó que el estado de salud de su hijo no era preocupante. Sufría una seria lesión de la que se recuperaría como le certificaron los médicos; pero no había motivo para temer por su vida, de ninguna manera. Es cierto que, el primer susto resultó dramático. Pero una vez que se halló junto a su hijo, Sara se quedó en paz. Y pasó toda la noche con a su hijo y, en su cabeza no cabían otros planes que la recuperación de su vástago. El viaje, la ilusión de encontrarse con Gabriel quedó todo en un segundo plano. Si en algo, Sara siempre solía demostrar grandeza, eso era en saber establecer el orden de prioridades, ante todo aquello que la vida le presentara.
Aquella noche la pasó enterita, junto a Andrés, en el hospital y rezando. Porque pese a todo, como su hijo bien le dijo, rezaba para darle las gracias a Dios; que quedase todo así, tan sólo en un lamentable contratiempo.
Mientras miraba a su hijo descansar, por su cabeza pasaban las imágenes de su vida; rememoraba tiempos pasados; desde que nació Andrés, lo que fue su niñez, su juventud que, junto a su hermano Alberto, tanta dicha le habían aportado. Sara le daba gracias a Dios porque, pese a perder a su marido, su vida había sido muy placentera; recordaba que había tenido un hogar plagado de amor. Y en aquel ambiente habían crecido sus dos hijos, sin duda alguna, todo aquél amor, fue el mejor tesoro, la mejor herencia que su padre pudo darles, además de una educación exquisita y un título universitario.
Evocar en su mente aquellas vivencias junto a los suyos, resulto ser un bálsamo para su alma. Se sentía afortunada. Nada que objetar ante el destino. Hasta el hecho de enviudar del hombre que tanto amaba era algo que aceptaba con resignación; así era la vida y como tal, así la comprendía. Tras aquél desdichado lance que el destino le presentó, la vida de Sara siempre siguió teniendo sentido junto a los suyos. |