S ara estaba viviendo una época maravillosa. A diario le daba gracias a Dios por tanta bendición. Gozaba del tesoro de su salud, el respeto en el trabajo, la admiración por todo lo que escribía en su página, el reconocimiento por su trabajo puesto que su empresa la valoraba como nunca llegó a soñar. Y a esto se le sumaba, una serie de virtudes más, que adornaban su persona, por las que Sara se sentía también sinceramente reconfortada desde el fondo de su alma.
Desde que recibió el duro golpe de la muerte de su marido, a partir de ese instante lo dejó todo en manos de Dios, no cupo nunca más en sí, otra objeción. Hacer cábalas de lo que pudo haber sido y no fue era algo que no le quitaba el sueño. Sara sabía vivir el ahora porque, a no dudar, sabía que el presente es la estación en la que pasará el resto de su vida. El mañana no interesa y el pasado ya pasó, por tanto, éste ya es historia.
Con ese estado de gracia en el que vivía pretendía contagiar a los suyos; sus hijos, por momentos, como solían decirle, apenas la “reconocían”. Ellos eran felices al verla tan contenta, tan dispuesta y tan entregada para todas las cosas de la vida, especialmente por todo aquello que tuviera algo que ver con el humanismo y con la dicha de todos los que la rodeaban. Jamás regateó esfuerzos a favor de cuantos con ella convivían. Era su forma de ser y ningún desgaste de energía extra tenía que realizar al efecto. Se sentía feliz y dicho estado era el que hacía partícipe a cuantos con ella se relacionaran.
En dicho día, como impulsada por un resorte mágico, Sara sintió la necesidad de abrazar a su madre. No lo dudó un instante y antes de marcharse al trabajo, pasó por la casa de su madrecita. Ésta se llevó una inmensa alegría puesto que, pese a que se comunicaban por teléfono todos los días, ambas se sentían dichosas de abrazarse.
-Te veo muy contenta –dijo su madre-
-Sí mamá, estoy dichosa. Todo me sale perfecto y siempre tengo un motivo para darle gracias a Dios. Te cuento que mi dicha más grande es verte a ti tan bonita; el hecho de estar ante tu presencia me llena de renovada energía y de paz. Siempre quise ser el plagio de tu ser y, hasta sospecho que lo he conseguido. De ti aprendí, madrecita mía, como reunir ese vigor que debe volcársele a la vida para vivirla como a Dios alegra, el sentido de la responsabilidad, a seguir los dictados generosos del corazón y, ante todo, a manifestar en todo una tremenda vitalidad. Ni la muerte de papá - y, eso que la pasamos tan mal ... ¿recuerdas?- logró que dejaras de sonreír ni mucho menos, de vivir. Has logrado a fuerza de ponerle tanta fuerza a la vida, que los años no pasen para ti y es precisamente en todo esto, donde quiero emularte. Porque fíjate sino, en cuanto se parecen, nuestras vidas.
La madre de Sara, asintió, sonriendo dulcemente a su hija, a la par que entabló el siguiente diálogo:
-Hija mía, ¿puedo peguntarte algo? Noto tu semblante diferente; para mí, estás más contenta que de costumbre y, eso ya es lindo porque en tu ser siempre anidó la felicidad. ¿Tienes algún motivo en especial para sentirte tan contenta?
-Nada en especial, mamá. Soy muy afortunada en todo y esa alegría que vive en mí ser es la que trasmito por allí por donde quiera que vaya. Como te decía, saberte a ti llena de salud y que sigas gozando de la vida, con ello me basta y me sobra para sentirme premiada por la vida. Cumpliste ya los setenta y cinco años y, hasta pareces una jovencita; nadie diría los años que tienes. ¿Te parece poco?.
-Es verdad, hija; lo tengo todo. Como sabes, desde hace mucho tiempo, como tú me dijiste, tenía que empezar por cuidarme y no cometer exceso alguno y este es el resultado; mi cuerpo me agradece que yo haya sido generosa con él.
-Sigue cuidándote así, mamá. Que me haces muy feliz. Mañana seguimos conversando.
La vida de Sara, vista desde el exterior, hasta podría resultar rutinaria pero, era justo lo contrario. Aunque parecía que hacía siempre las mismas cosas, siempre había algo en su vida que la ilusionaba; en su trabajo, en sus amistades, en todo quehacer que llevaba a cabo, siempre procuraba rociarlo todo, de la más grande ilusión. Ella misma se motivaba; a diario, en cada amanecer la daba gracias a Dios porque, según ella, cada mañana era un regalo del destino. En su persona no cabía el hastío, ni mucho menos la depresión; no tenía “tiempo” para perder, sino todo lo contrario, su valioso tiempo lo empleaba para vivir y aprender.
Sara le demostraba al mundo que, con trabajo y amor hacia el mismo, la felicidad era un hecho consumado; nada podía garantizar tanto el éxito como hacer lo que uno ama ó, en su defecto, amar lo que uno hace; que a fin de cuentas viene a ser lo mismo, aunque suene a consuelo. Cuestión de empatía con uno mismo; así de sencillo como así de hermoso.
Faltaban unos pocos minutos para llegar a la casa y, como cada anochecer, su ilusión se acrecentaba llegado ese momento. Sara estaba expectante, como siempre, por saber si había tenido o no, noticias del hombre que había inquietado, hace un breve tiempo atrás, a su alma. |