Y a en casa, Sara no se dió tiempo ni para tomar el ascensor; vivía en un segundo piso y subió las escaleras deprisa, con ansia desmedida; era algo de locos lo que hacía, pero era lo que sentía. Lo que tenía ganas de hacer. Prendió el ordenador. Tenía más correos que nunca; por lo tanto, más trabajo para responderles a todos. Y entre todos esos e-mailes estaba el que ella deseaba, el que le mandaba Gabriel Girón.
Tenía toda la ilusión del mundo por leer aquel correo y, a su vez, como que le faltaban fuerzas; por nada del mundo quería pensar que lo que Gabriel le contara pudiera desvanecer sus ilusiones y, lo dejó para el final. Contestó a todo el mundo y, por fin se decidió; sea lo que Dios quiera, pensaba para sus adentros. Allí estaba el correo esperado. Era el momento de abrirlo.
“Señora Sara:
Honor inmenso el que usted me otorga al contestar mis correos. Soy un afortunado. Por muchas razones, acá, en Venezuela, lo que se dice alegrías tenemos pocas. Como usted sabe vivimos una situación caótica en todos los sentidos y, muchas veces, hasta los que tenemos trabajo, la supervivencia nos cuesta un sacrificio inmenso. Somos el país más rico de toda Sudamérica por aquello del petróleo y de toda la riqueza natural que tenemos pero, para nuestra desdicha, vivimos peor que nadie cuando, como le digo, podríamos vivir con mucha dignidad.
En consecuencia, yo no soy la excepción y si bien tampoco tengo motivos para muchas alegrías, haberla encontrado a usted, sinceramente, me llena de gozo al notar que una persona de su categoría haya reparado en este humilde venezolano que, muchas veces, por culpa del sistema político, apenas tengo para comer. No alimentará usted mi cuerpo, pero sí está saciando mi alma que, como adivina, tanto bien le reporta a mi cuerpo. Me siento como un niño con ese juguete nuevo que le han traído los Reyes Magos.
Una vez más, doña Sara, me honra usted hasta el extremo de lo inimaginable. Todavía me cuesta mucho creer que usted me respondiera; es más, su carta la llevo grabada dentro de mi corazón. Me pregunto en qué podría yo ayudarle a usted; me siento tan insignificante a su lado que, hasta me ruborizo. Usted es grande en el sentido más bello de la palabra; yo soy un sencillo mortal que nada tengo para corresponderle; si acaso, si me lo permite, sí podré entregarle lo único que tengo, mi amistad y mi cariño que, junto a jirones de mi corazón quizás le sirvan para el regocijo de su alma. Le suplico me perdone, como ya le dije, por haberme “colado” en su vida por la rendijita de sus bellas letras que tanto me conmueven a diario.
Yo soy, como puede percibir, su más fiel admirador y, desde ahora, me gustaría que me contase usted entre sus amigos.
Seguía leyendo Sara la carta de este caballero que pedía ser su amigo y, la emoción la estaba venciendo. Una extraña sensación recorría su cuerpo; su corazón palpitaba con más fuerza que nunca; y era su carita la que denotaba todo lo que estaba sintiendo. Ni ella misma podía dar crédito a nada porque, en realidad, aquel hombre no la estaba cortejando ni nada que se le pareciera; era, sencillamente, una carta hermosa con verdaderos tintes de amistad, cariño y admiración. Pero algo barruntaba desde el fondo de su ser acerca que, este principio tendría un final feliz. Mucho tiempo tendría que transcurrir, pero ella estaba dispuesta a esperar. Sospechaba, que dentro de aquellas letras, posiblemente entre líneas, podría existir un mensaje subliminal, algo que analizar con detalle.
Y proseguía Gabriel en su narrativa.
“Me gustaría desnudar mi alma para usted, señora Sara. Entre amigos, la claridad es la que tiene que privar. Le cuento que soy impresor; tengo una imprenta humilde y, como sabe, me debato en aquello que llamamos como las artes gráficas. Hasta algún que otro libro he editado de amigos que lo necesitaban; nada relevante, pero muy subyugante por parte de aquellos que lo escribieron que, de este modo vieron cómo la obra que habían escrito veía la luz. Editar, como le digo, es una tarea apasionante; muy cruda de sobrellevar porque, imagínese que, acá, hay mucha gente que no tiene para comer y, pretender que hagan folletos de cualquier tipo o editen algún libro, es casi un sueño; sobrevivo tan solo, como les ocurre a millones de compatriotas.
Si usted me lo permite le iré contando capítulos de mi vida, eso sí, con la finalidad de distraerla de sus múltiples ocupaciones puesto que, eso de narrar y editar todo lo que usted lleva a cabo en la página de su autoría me parece excepcional y, a no dudar, un trabajo ímprobo.
Quedo de usted para todo lo que de mí pueda necesitar. Con todo mi cariño para usted, con el mejor deseo de que su salud sea inmaculada y, como siempre, que Dios la siga bendiciendo.
Suyo que la quiere y admira.
Gabriel Girón.” |