S ara procuraba ocupar su tiempo productivamente, administrándolo con pulcritud. Como todo en su vida; el orden era una norma en ella.
Ella “presumía” de su soledad, pero tenía argumentos que demostraban que no estaba sola.
Seguramente, el hecho acerca de su soledad, lo expresaba de esa manera, porque no compartía su casa con nadie; no existía hombre alguno en su vida porque, como ella confesara muchas veces, encontrar un hombre como el que gozó y amó y que fue el padre de sus hijos, no era tarea sencilla. El recuerdo de Armando seguía vivo en su corazón.
Existía un motivo en su vida, al margen de sus hijos que la tenía cautivada; era la persona de la señora Gabriela, su madre querida.
Gabriela, contaba ya, con ochenta años de edad y como Sara, era su única hija, ésta le entregaba a su progenitora todo el amor del mundo. Cada fin de semana se reunía con su viejita para almorzar; y, más que nada para compartir la tarde, juntas; puesto que, tanto madre como hija, se amaban sin condición y, entre ellas no había conflictos. Sara definía a su madre como su “viejita del alma”; y, si alguien define a un ser querido de tal modo, está certificando su bondad para con ese ser amado. Si Sara amaba a su madre, la señora Gabriela sentía veneración por su hija.
- No te quedes sola, hijita; cásate nuevamente. Eres muy joven para vivir sola – decía Gabriela a su hija -.
-Yo me arreglo muy bien, tengo salud y no necesito del cuidado de nadie a Dios gracias, pero soy muchos años más grande que tú, por eso a mí, la soledad, ya no me afecta, porque me conozco de sobra.
- No, mami. Ya me casé una vez y lo hice por amor, – respondía Sara –. Como sabes, Armando fue mi primer y único amor y, ante todo, el amor de mi juventud y, a estas alturas, encontrar un hombre que me llene el alma, por completo, como lo hacía él es algo casi imposible; no soy la muchachita de entonces; es más, no existen a esta altura de la vida, demasiados hombres que estén libres como yo; alguno habrá pero, no estoy dispuesta a jugar a una lotería incierta, para conocerlo.
-Tú decides, hijita; pero me aterra verte tan solita. Si todos los valores que existen dentro de tu ser los pudieras compartir con un hombre amado, tu felicidad sería completa. Cualquier hombre que te conociera y tratara, se enamoraría de ti en el acto, como le sucedió a Armando que, tan solo tres meses después de haberte conocido, ya te estaba pidiendo en matrimonio.
La señora Gabriela, auspiciada todavía por sus ancestrales costumbres en cuanto al matrimonio se refiere, seguía creyendo que era imposible que una mujer pudiera vivir sola, como era el caso de su hija, que contaba – según ella - con una edad maravillosa para enamorarse otra vez; pero esa era la cuestión, enamorarse.
- Mamita, eres un amor, pero deja que fluya el destino de mi vida como Dios lo tenga previsto para mí, que lo que tenga que ser, será. El amor, como sabes, no nace de la imposición, nace y vive de la inspiración de dos seres humanos que al encontrarse deciden amarse mutuamente, pero sin forzar nada, tan solo porque lo sienten así; una mujer no puede juntarse o casarse con un hombre con la sola idea de mitigar la soledad; en pareja, o se vive por amor o todo lo demás sale sobrando.
Las tardes dominicales eran una delicia para la madre y la hija. Se arropaban de forma mutua, rememoraban hechos de su juventud y, doña Gabriela se sentía la madre más dichosa del mundo. Es cierto que dicha señora estaba tocada por la varita mágica del destino, ochenta años y parecía que tuviera menos de setenta, es más, hasta en el pensamiento era una progresista.
-Fíjate, hijita –decía Gabriela- enviudé casi al mismo tiempo que tú y, como sabes, hasta estuve a punto de casarme con aquel pretendiente que tuve. ¿Recuerdas?. Se llamaba Raúl, tenía el pelo canoso, era apuesto, todo un galán y, quizás hasta me hubiese hecho feliz. Pero me venció, exactamente como a ti, el recuerdo de tu padre y desistí en ello. Pero no puedo dejar de confesarte que, a mis años, hijita, no me importaría enamorarme de nuevo.
Estoy soñando, Sara, no me hagas caso – dijo la madre - pero, como bien sabes tú: ¿qué es un ser humano sin un sueño?. Claro que, el problema o la virtud de los sueños, es que muchas veces se tornan realidad.
La señora Gabriela, era un ser encantador, las pruebas así lo decían. Ella con sus juveniles ochenta años, demostraba que la juventud se lleva en el alma, que el paso de los años es una circunstancia, lo que en realidad cuenta es lo que dicte el corazón y, el de Gabriela era tan joven como el de su hijita. Como quiera que Gabriela gozaba de buena salud, todo lo demás lo construía ella en su entorno ya que, al ser la autora de sus decisiones y actitudes vivía feliz y, en consecuencia era la admiración de todo el barrio. |