S ara vivía en Costa Rica. Discurría allí, en San José, su vida. Apenas sentía emociones. Se dedicaba a su labor de jefa de Recursos Humanos en una empresa multinacional. Había enviudado unos años antes y jamás había pensado de nuevo en el amor. Estaba convencida de que jamás hallaría otro hombre como ese que amó y que la amó. Contaba Sara con cincuenta y algunos años y, sus deseos carnales, entre otros muchos, ya se habían disipado de su ser; le quedaba como refugio su trabajo. Tenía dos hijos que, naturalmente, habían ya construido sus vidas. Por lo tanto, estaba sola.
Los fines de semana solía reunirse consigo misma; era muy reacia al bullicio y su casa era su templo sagrado. Sus libros eran su tesoro más bello. Tenía sus libros, el silencio necesario y la fe en Dios, argumentos que la hacían ser feliz, dentro de un orden claro.
Ciertamente la soledad era su fiel compañera; y, era muy posible también que, viviera terriblemente sola, pero maravillosamente libre; siendo la dueña y señora de su vida, incuestionable valor que la hacía muy feliz, aunque por momentos sintiese la morriña de querer compartir ilusiones con alguien y no tener, con quien. Cierto es que, aquello de compartir con alguien, aunque la ilusionaba, le hacía sentir miedo a la vez; no era sencillo. Fueron más de doce años de absoluta libertad y por su cabeza jamás pasó la idea de atarse a nada ni a nadie, nuevamente. Sus paseos por la ciudad le encantaban, como a su vez contemplar las bellezas de la propia naturaleza, el canto de los pájaros y el devenir de los ríos.
Para Sara, el trabajo era un gozo; se sentía auténticamente realizada; se sabía útil a la empresa a la que prestaba sus servicios y, por sus valores, era admirada y querida. Ganarse su pan con el sudor de su frente, la hacía sentir orgullosa e independiente; ella no quería nada que por derecho o naturaleza no le tuviese que pertenecer; no buscaba protagonismo para con nadie; y, de su humildad hizo su forma de vida. Era una bella mujer y, los años no habían hecho mella en su maravilloso cuerpo. Aún, a sus años, todavía era piropeada por los hombres. Era lógico porque para su fortuna, Dios, entre otros muchos dones, le dio el de la belleza y además, tuvo la gentileza de dotarla de un cuerpo hermoso. Claro que, como ella confesara muchas veces, su gran belleza -la propiamente dicha- era la que no se veía y, anidaba en su corazón. 
Sara vivía acorde con su tiempo; nada se le hacía extraño y, entre otras muchas cosas se manejaba muy bien con la tecnología; Internet era un modo de comunicación que dominaba con extrema pulcritud. De este medio de comunicación y socialización, lógicamente, se quedaba a diario, tan sólo con lo bello del mismo. Porque en Internet, pasa lo mismo que en la vida, hay cosas buenas y hay cosas malas. Está en uno la elección del empleo de las mismas. Hasta se había construido una Página Web para uso y disfrute personal; ya que este es el medio ideal para todo aquel que tiene inquietudes y se las quiere mostrar a los demás. Y Sara las tenía, de ahí su forma bella de comunicación para con el mundo.
Ella narraba muy lindo; siempre se lo ponderaban sus amigos; digamos que sus lectores por todo el mundo puesto que, la magia de Internet invade todo. Sus apreciaciones para con las cosas de la vida, su forma de contarlas, cautivaba a sus seguidores que, pasado el tiempo, los tenía por legión, en su página. Sara siempre enfatizaba en el amor y sus consecuencias; ella sentía que ser bueno era el premio más grande que pudiera otorgar y recibir como contrapartida, un ser humano de parte, de otro semejante y, la bondad, sin duda alguna es un sinónimo del amor. ¿Se puede amar sin tener bondad?. Tarea imposible.
De alguna manera todos tenemos la ilusión de comunicarnos con el mundo e, Internet ha sido el medio revolucionario para ello. Ya no existen fronteras para la comunicación. Todo es al instante, al momento y, las sensaciones se pueden palpar al segundo. Sara tenía colgados en su página infinidad de narraciones que había forjado según los dictados de su corazón; sus pretensiones eran muy sencillas; si lo escrito le podía servir a los demás como bálsamo para sus almas, su logro no podía ser más bello. Y en dicha tarea estaba. Recibía mensajes de sus “admiradores” que le ponderaban sus escritos que, como siempre ocurría, sin pretenderlo, dejaba jirones de su alma en toda narración; era limpia de alma, pura de corazón y sin maldad ni engaños, así se mostraba ante el mundo. |